84 actas del ii congreso internacional de literatura mística En este orden de ideas, parece inaudito y hasta difícil de admitir que ningún poema de san Juan de la Cruz comporte un ejercicio exclusivamente de tipo testimonial, pues oscilan entre la reescritura literaria, motivada por un propósito estético siguiendo o no siguiendo un modelo artístico explícito, y el diálogo gnoseológico, que establece un intercambio referencial de nociones técnicas y de valoraciones emotivas entre el sujeto lírico o el narrador literario y sus homólogos al margen de las tradiciones culturales. Reescrituras literarias son la ficcionalización del fenómeno místico en la aventura poética de la «Noche oscura» (Cruz, 1982, 32-33) y en la apropiación del «Segundo canto» del Cantar de los Cantares (Ct 2, 10-17; 3, 1-5) en la reelaboración literaria del «Cántico espiritual» (Cruz, 1982, 25-31). Ocurre igual con las canciones en función de glosas y los romances, por solo enumerar algunos ejemplos. Para terminar, las canciones «Qué bien sé yo la fonte que mana y corre» y la «Llama de amor viva» significan, sin duda, instancias poéticas de total diálogo gnoseológico, ya que centran su contenido en símbolos (la fuente y la llama) muy socorridos por las tradiciones místicas de la Antigüedad. De esta simbología en la literatura del sufismo se han ocupado brillantemente la comparatista puertorriqueña Luce LópezBaralt (1989, 1998, 2001) quien ha rastreado las intertextualidades en el místico de Fontiveros y en la santa abulense, así como el filósofo sevillano José Antonio Antón Pacheco, quien, a propósito del castillo interior teresiano-suhrawardiano, atribuye estos Leitmotiv a la inmanencia espiritual del ser humano, dada «la misma unidad universal de la experiencia mística» (2001, 9). Caso típicamente aislado en el siglo xviii es sor Francisca Josefa de la Concepción del Castillo y Guevara, la famosa clarisa tunjana del Nuevo Reino de Granada. Ángel Luis Morales la llama «Teresa de América» (1974, 105); José Miguel Oviedo, «verdadera autora mística» (1995, 298); pero lo cierto es que su mística, aún me resulta debatible, en especial a raíz de sus Afectos espirituales, de mínima, si no nula, calidad testimonial (Báez Rivera, 2010). Fue el padre Francisco de Herrera, confesor de Madre Castillo de 1690 a 1695, quien le ordenó que escribiera los sentimientos que Dios le inspiraba. Estos textos regresaban de las manos del confesor a las de la confesada con correcciones y su aprobación, además de sugerencias de lecturas afines.
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