Iglesia, Estado y Sociedad Ruptura y Continuidad 1800-1868
190 Las iglesias tenían lugares destinados según la condición social de los difuntos. El presbiterio y las capillas se reservaban a los eclesiásticos, mientras que la planta del edificio solía dividirse en tres tramos. El primero, a los pies del altar mayor, a distancia proporcionada de los altares, era el más importante. El segundo correspondía al cuerpo de la iglesia y el tercero, bajo el dintel de la puerta principal, se dejaba para los pobres de solemnidad. Esta costumbre se correspondía con la categoría de los entierros: dobles, pecador, párvulo, llano cantado y rezado. 19 Durante la ocurrencia de epidemias, los apestados se enterraban en los lugares más distantes, en los costados del coro. 20 Es probable que categorías similares se repitieran en los cementerios. El crecimiento de la población a partir de la segunda mitad del siglo 18 reducía cada vez más los espacios hábiles para las sepulturas. La cantidad de entierros que se celebraban casi a diario ocasionaron situaciones límites, higiénicas y estéticas, que provocaron la intervención de los obispos. Los malos olores y el levantamiento y desenladrillamiento del pavimento, afectaban los actos del culto, afeaban el interior de los templos y exponían la feligresía a enfermedades provocadas por los gases que desprendía la descomposición de los cadáveres. El primero en tomar cartas en el asunto fue el obispo Mariano Marti, quien en 1763 ordenó que no se enterrara más en las iglesias, “´sino sólo a aquellos en que concurran las circunstancias, que les hagan dignos de ellas´”. También dispuso que se enterraran sin ataúd porque las cajas de madera se desintegraban con facilidad al descomponerse los cuerpos, desencadenando el hundimiento del suelo y echando a perder el enladrillado del piso. 21 Una década más tarde, en 1773, el obispo Manuel Jiménez Pérez (1772-1781) abordó el tema, aunque con mayor timidez: Ordenamos y mandamos que se hagan sepulturas nuevas o bóvedas en el sitio o sitios que al venerable deán y cabildo pareciere más oportuno para que por este medio se logren los fines, que a los vecinos se puedan sepultar en su parroquia y que ésta conserve la hermosura del embaldosado que hoy tiene. 22 Temía Jiménez Pérez un enfriamiento en la piedad religiosa de los feligreses que al ver que no se podían enterrar en las iglesias dejaran de fundar asociaciones y acudir con sus ofrendas como hacían antes. El conflicto estaba servido, pero de momento no parece que surtiera mucho efecto el llamado episcopal, pues pocos años después, en 1796-1799, el obispo Juan Bautista Zengotita (1795-1802) repitió la orden, esta vez con tono más enérgico: que se haga un panteón proporcionado al vecindario, contiguo a la misma santa iglesia 19 López Cantos, Los puertorriqueños... p. 359. 20 Ibid ., p.360. 21 Ibid ., p.353, 359-60. 22 Citado por López Cantos, Los puertorriqueños... , p.361. Dra. María de los Ángeles Castro Arroyo
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