Koinonía 2008-2009

cada vez más a concebir su tarea como el mero arbitraje entre los intereses y pretensiones de los individuos y grupos privados, rehuyendo todo debate público sobre el interés general, sobre la legitimidad de las pretensiones, sobre los criterios de lo públicamente aceptable. Se acepta lo existente simplemente porque existe, en una extraña versión socio- política del bien trascendental. El pluralismo social pasa directamente a bien público sin pasar por el filtro de la ciudadanía, es decir, por la criba de la discusión racional sobre su aptitud para convenir con el interés general. Esto es ciertamente una tendencia, no realizada en todos los ámbitos, pero plenamente perceptible y particularmente evidente en las llamadas políticas de la identidad: entiendo por tal la idea de que el espacio público de la política, el marco cívico-legal común, el Estado de Derecho, tiene como tarea esencial el reconocimiento de la diversidad de grupos con identidades diferentes (raciales, culturales, religiosas, sexuales o de otro orden) que conviven en él, reconocimiento que, es obvio, tiene que informar el sentido de la acción política y plasmarse en “derechos”. El caso de los nacionalismos particularistas o de los grupos culturales minoritarios son un buen ejemplo; con razones diferentes, responden a la misma clave individualista pre-política: el sujeto individual juega con más fuerza en el mercado de identidades en que se ha convertido la vida social, si posee un carnet de identidad particular , el de su “lengua propia”, su cultura o también su condición sexual. La mencionada tendencia tiene consecuencias funestas para el Estado (pero también para las religiones, como la cristiana, que no pueden, sin traicionarse, arrojar por la borda su pretensión de universalidad), pues socava su propia universalidad: la legitimación de toda posición particular, ensanchando para ello los límites cuanto sea necesario, terminará necesariamente por devaluar su propia legitimidad, que reside en estar cualitativamente en un plano superior a los individuos y los grupos. O, quizá mejor, su legitimidad ya solo puede consistir en el puro arbitraje y la tolerancia ante toda forma de diversidad que emerja de la sociedad civil, renunciando propiamente a la fuerza intrínseca de la condición ciudadana. Esto no quiere decir que el Estado se diluya en el pluralismo de la sociedad civil, pero se mantiene justamente como la instancia neutra que no hace suya ninguna posición social, haciendo de la tolerancia y la amplitud para que todos quepan su único deber. Entendido así, explícita o tácitamente, el papel del Estado, se produce una mutación esencial en el ámbito público: su sustancia ya no es la Estado e Iglesia 1- El Estado laico moderno y las religiones 138

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