Revista Horizontes: primavera/otoño 2010 | Año LIII Nums. 102-103
40 EL MILAGRO DE LAS AZUCENAS Silgia María Suárez Fue para ella su última mirada, su caricia postrera. Ella acababa de susurrarle al oído el Salmo XXIII, el salmo que siempre lo tranquilizaba en los momentos más tristes y dolorosos de su gravedad. Desde la ternura de sus ojos moribundos, se alzó su mirada y se estrelló contra la negrura nebulosa de la ceguera de su mujer, que se negó a descubrir la sombra de la muerte agazapada detrás de la ternura moribunda. Con dificultad, alzó su mano izquierda y le rozó la mejilla derecha, como lo hacía siempre que estaba cerca, o cuando pasaba por su lado y quería comunicarle cómo la amaba, sin decir una palabra, sólo con aquel gesto amable que lo caracterizaba. Ella tampoco pudo ver cómo sus ojos se tornaban hacia adentro, antes de que los cerrara para siempre, porque tuvo que salir a las millas de chanflán para alejarse de su lado. Tenía que evitar que él se diera cuenta de sus lágrimas. Se fue unos minutos antes de que se fuera apagando su respiración, lentamente, igual que el “dimmer “de la luz del dormitorio. Parado frente a la barandilla izquierda de la cama de posiciones, su único varón, el que llevaba su nombre, no podía creer lo que estaba pasando frente a sus ojos, sin que él pudiera hacer algo para evitar que su padre dejara de ser en esta dimensión. Comenzó primero a balbucear “respira, Papi, por favor, Papá, respira. Después le gritaba desesperadamente: Papá, Papá, respiraaa. Pese a las instrucciones de su padre de que no permitiera que nadie tratara de resucitarlo, la reacción de Bianca fue refleja. A pesar de los esfuerzos de su esposo Jaime, por detenerla, comenzó a darle su propio aliento, pero de nada sirvió. Q.E.P.D. el fiel esposo, el padre de sus tres hijos, abuelo amoroso y juguetón, mientras su salud se lo permitió, pero sobre todo, buen testigo de su Jehováh. Luego de que se fueran los paramédicos, y, mientras el resto de la familia repasaba los acontecimientos que aún nadie podía creer, la viuda entró en la oscuridad del aposento donde permanecían los restos de su compañero de toda la vida. Se fue acercando a la ignominiosa cama de posiciones que tanta ansiedad le había causado a su esposo. Poniéndole la mano sobre el pecho inerte y silencioso, le susurraba con el mismo tono cariñoso de siempre, desde que se había dado cuenta de que realmente lo amaba, a pesar de que no había resultado ser aquel Príncipe Azul que ella había soñado: por fin, mi amor, ya no tienes dolor. Viste, que no tenías que tener miedo. Aunque anduviere en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque Tú estarás conmigo. Así fue, mi cielo, Jehováh estuvo contigo en todo momento y ahora tú descansas en sus brazos. Le acariciaba la cabeza desnuda y los estirados brazos a cada lado de su cuerpo detenido para siempre. Posó su mano tímidamente sobre el sexo disminuido, inerte, inofensivo, y le pareció un viejo surtidor de vida, apagado por sécula seculórum. Gracias, mi vida, por nuestros hijos. Le recorrió las piernas aún tibias y flácidas por la tardanza del rigor mortis y al tocarle las plantas de los pies, pensó en todos los pasos que dejaban atrás, en el recuerdo del eterno retorno, como queriendo apurarle el tiempo, aunque estaba convencida de que al otro lado del velo, esa división arbitraria es inexistente en la sopa cuántica de posibilidades. Antes de salir de la habitación, pensó en su propia muerte. Volvió a recitar el salmo: Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque Tú estarás conmigo. Algún día, ella tendría que enfrentarla sin él. Deseó fervorosamente estar consciente en esa hora crucial del cambio. Gracias, mi amor, por nuestros hijos. Gracias por amarme, a pesar de las distancias. Gracias por enseñarme que el verdadero amor es incondicional y no muere jamás, por culpa del perdón. Bianca, la querendona, la que lo había cuidado desde su última reclusión en el hospital, la que había sostenido su mirada durante largos ratos, cuando se acostaba en la cama matrimonial, justo al lado de su cama de posiciones, y sin palabras se comunicaban el gran amor que los unía, había tratado en vano de resucitarlo con su propia respiración. Era la más joven de los tres, pero las circunstancias personales de los otros habían propiciado que fuera ella la que se encargara de los servicios funerales de su padre. Cuando yo me muera, no quiero que me embalsamen, porque eso es muy degradante, aún para un cadáver. El director funerario en el sepelio de la tía Rosario me explicó todo el grotesco procedimiento con lujo de detalles. Tampoco quería mucha fanfarria cuando muriera. Me pueden meter en una caja de bacalao y por favor, clavan la caja. No quiero que me expongan para que la gente pase a ver lo lindo que me veo después de muerto. No quiero parecerme al puerquito del Iwaw hawaiiano, y sin la proverbial manzana en la boca. Me ponen en una catapulta y me jondean en dirección a La Piedad y se aseguran que caiga en la tumba de Don Carlos, porque mi suegro y yo nos llevábamos muy bien. Tampoco quiero flores, porque ya no podré verlas ni olerlas; ni quiero largas peroratas de duelo recalcando lo bueno que era, porque mi Dios conoce perfectamente mis escasas virtudes y mis pocas buenas obras, pero también de la pata que cojea el hijo de Doña María. A pesar de todo, la nena pensó que el entierro sin una sola flor sería un espectáculo muy triste, demasiado tétrico. Antes de ordenar las flores, Bianca consultó con su madre: ¿Qué clase de flores quieres que ordene para encima de la caja? Escógelas tú, mi cielo, que tienes muy buen gusto. Lo único que te pido es que me escojas la azucena más linda de la jardinera. Quiero que Papá la lleve entre sus manos y recuerda lo del ataúd cerrado. Si, Mijita, intentamos seguir sus instrucciones, pero hay algunas cosas como la caja de bacalao y la catapulta que francamente son conceptos demasiado avanzados para algunos de los sobrevivientes. Tú sabes que
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