Revista Horizontes: primavera/otoño 2010 | Año LIII Nums. 102-103
4 problemática vital, realidad que llevó a José A Portuondo a afirmar en 1951 que “no existe el tema del Caribe concebido como unidad en nuestras letras o una novela del Caribe como totalidad” (Portuondo, “Temas literarios del Caribe”, Cuadernos Americanos , Año X, Vol. LVII, mayo-agosto, 1951, p. 217-230), mucho se ha escrito desde entonces y, aunque continuamos en la misma actitud de darnos la espalda unos pueblos a otros, se han hecho intentos por cultivar una literatura de tema caribeño: Nicolás Guillén, Luis Palés Matos, Juan Bosch, Ana Lydia Vega, Luis Rafael Sánchez, Eliseo Diego, Leonardo Padura, Pedro Mir, Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Manuel del Cabral, son solamente unos nombres dentro del panorama literario de tema caribeño. La unidad territorial antillana se hace evidente, también, en la presencia del paisaje, el que se puebla de animales, plantas, árboles y frutos característicamente antillanos como es el caso de nuestro primer poema épico, Espejo de Paciencia , de Silvestre de Balboa, Cuba, 1608, en el que aparecen ya las frutas tropicales, en ocasiones con su nomenclatura indígena: guanábana, caimito, mamey, piña o ananá, aguacate, plátano, mamoncillo, chirimoya, y vocablos indígenas como: naguas, siguapa, biajaca, guabina, maruga, jicotea, etc. La ausencia de nuestra palma real junto a las Cataratas del Niágara es motivo de tristeza y nostalgia para José María Heredia, el primer poeta romántico de la literatura iberoamericana y el paisaje antillano con sus pajonales, bohíos, calor, sequía, se nos muestra en el cuento “La mujer”, y en muchos otros, del dominicano Juan Bosch. Por otro lado, el Caribe brinda al escritor antillano su ritmo, sus colores brillantes, sus olores característicos, su sensualidad, su música. La poesía de Nicolás Guillén es ejemplo, especialmente sus poemas compuestos al ritmo del son cubano. Sobre el olor característico de uno de estos puertos antillanos, nos dice el autor de La novela de mi vida , Leonardo Padura (Cuba): Aunque muchos años tardé en descubrirlo, ahora estoy seguro de que la magia de La Habana brota de su olor. Quien conozca la ciudad debe admitir que posee una luz propia, densa y leve al mismo tiempo, y un colorido exultante, que la distinguen entre mil ciudades del mundo. Pero su olor resulta capaz de otorgarle ese espíritu inconfundible que la hace permanecer viva en el recuerdo. Porque el olor de La Habana no es mejor ni peor, no es perfume ni es fetidez, y, sobre todo, no es puro: germina de la mezcla febril rezumada por una ciudad caótica y alucinante. (Padura, p. 19). Todas estas cualidades confieren a la literatura de las islas un sello característico y un sabor inconfundible que, en ocasiones, se ignora por completo. El siguiente fragmento del poema “Hay un país en el mundo”, de Pedro Mir, (República Dominicana) puede, también, servir de ejemplo: Hay Un país en el mundo Colocado En el mismo trayecto del sol. Oriundo de la noche. Colocado en un inverosímil archipiélago de azúcar y de alcohol. Sencillamente claro, como el rastro del beso en las solteras antiguas o el día en los tejados. Sencillamente frutal. Fluvial. Y material. Y sin embargo sencillamente tórrido y pateado como un adolescente en las caderas. Sencillamente triste y oprimido Sinceramente agreste y despoblado. (Pedro Mir, Antología histórica de la poesía dominicana del Siglo XX , Estudio y selección de Franklin Gutiérrez, Ed. Alcance, 1975) Aunque el país del que habla el poeta es la República Dominicana, los versos nos dan una síntesis del mundo antillano, no solamente desde la perspectiva geográfica: “colocado en el mismo trayecto del sol”…; “en un inverosímil archipiélago”, sino también desde las perspectivas psicológica y moral: “sencillamente tórrido y pateado”; socioeconómica: “archipiélago de azúcar y de alcohol”; política “sencillamente triste y oprimido” La singular posición de las Antillas hispánicas, la localización geográfica que las colocó en el paso de la penetración europea y las hizo testigos del encuentro de dos mundos, las ha señalado con un signo de profundo conflicto: el de una superposición de diferencias humanas, culturales, económicas, lingüísticas y religiosas, heterogeneidad que constituye, aunque a simple vista parezca contradictorio, su mayor y más significativa homogeneidad. Ser caribeño, ser antillano, es sinónimo de mezcla racial y cultural, de ahí el refrán tan significativo y de uso frecuente en Puerto Rico; “aquí el que no tiene dinga, tiene mandinga”. Toda esta mezcla racial y cultural se da en un marco natural de unidad regional perfectamente identificable: el archipiélago antillano. Este dato de heterogeneidad cultural de los cubanos, dominicanos y puertorriqueños en combinación con lo que pudo haber significado el complejo proceso de la conquista y colonización, por parte de España, ha servido de base a nuestra literatura y ha llevado a escritores como Antonio Benítez Rojo a elaborar toda una “teoría del caos” en alusión directa a la maquinaria implantada por los europeos en el Caribe. En el relato puertorriqueño, “El cuento de Juan Petaca”, 1903, su autor, Salvador Brau, (Puerto Rico), nos da una visión humorístico- satírica de los acontecimientos históricos, de la confusión y del conflicto de intereses de principios del Siglo XX, en el que se pone de manifiesto ese caos del que habla Benítez Rojo, para trazar la realidad antillana de aquel momento. El cuento resulta muy interesante, no solo por la visión conjunta del ámbito caribeño que nos ofrece, sino por la presencia de los intereses foráneos que por años han ejercido control sobre los pueblos del Caribe.
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