Revista Horizontes: primavera/otoño 2010 | Año LIII Nums. 102-103

5 Empiece usted porque Cuba que se ha desangrado durante treinta años para conseguir su independencia no ha de sacrificarse enyuntándose con Tórtola o Los Roques. Luego vienen Jamaica, Trinidad, St. Kits, Antigua, Bermuda, Nevis, Anegada. ¡Y qué sé yo cuántas más! pertenecientes a Inglaterra. Dinamarca no es de esperarse que regale a Santa Cruz, Santo Tomás y sus otras virgencitas, cuando no quiso venderlas por muy buenos milloncejos; Francia no se desprende de Guadalupe y Martinica aunque le prometan una función diaria del Mont Pelat; Holanda se halla satisfecha con sus nísperos de Curazao y la sal de Bonaire y hasta Suecia creo que tiene un criadero de Alcatraces allá por San Bartolomé. Esto sin contar con el reguero de frijoles de las Lucayas donde no se queda ni un peñasco mostrenco. ¡Cualquiera se encarga de dirigir esa orquesta! (Salvador Brau, “El cuento de Juan Petaca” en Cesáreo Rosa- Nieves y Félix Franco Oppenheimer, Antología general del cuento puertorriqueño , 1970, Tomo I, p. 137). Esta heterogeneidad racial y cultural se hace evidente, también, en el poblado de Hormiga Loca, síntesis de todas las villas criollas en cualquier latitud caribeña, escenario de Marcos Antilla: relatos de cañaveral (1930), del cubano Luis Felipe Rodríguez, donde viven en franca camaradería: jamaiquinos, cubanos, puertorriqueños, haitianos y dominicanos, como símbolo de ese trópico interracial e intercultural que ama, sufre y sueña bajo el vaho agotador del sol caribeño. Ana Lydia Vega, notable escritora puertorriqueña también recoge, desde una perspectiva más contemporánea, la heterogeneidad étnica y socio cultural de la que hemos hablado y que tanto caracteriza a los caribeños, al satirizar en “Jamaica Farewell”, cuento que se incluye en Encancarunablado y otros cuentos de naufragio , Ed. Antillana, 1983, uno de esos congresos que tienen lugar en el Caribe para conseguir la unidad antillana. Veamos su interpretación de la zona: Por encima de las particularidades regionales, de las pequeñas diferencias irritantes –como la querella de los delegados, que preferían el creole al francés– el Caribe era, en verdad, una sola patria. Negros, chinos, mulatos, indios y blancos, se amalgamaban, bajo el ala protectora del águila estrellada, en un solo ser: para juntar los pedazos, separados a golpes de historia, del viejo y siempre nuevo continente isleño. (Ana L. Vega, Encancaranublado… , p. 57). Con todos estos elementos, Las Antillas se configuran como una fracción de América con características muy peculiares y concretas, no siempre tomadas en consideración por quienes han escrito la historia literaria de Iberoamérica. Baste como ejemplo el hecho de que La charca , (1994) del puertorriqueño Manuel Zeno Gandía es la primera novela naturalista que se escribe en América; que Enriquillo , del dominicano Manuel de Jesús Galván, es una de las más completas, amenas e interesantes historias sobre nuestro pasado indígena, novela que en el sentir de José Martí: “es cosa de toda nuestra América y la manera de escribir el poema americano”, ( Enriquillo , Las Américas Publishing, 1964) y de que Cuba cuenta con uno de los mejores movimientos románticos de la literatura hispanoamericana, prueba de ello es la “Oda al Niágara”, de José María Heredia, poema con el que se inicia el romanticismo en Hispanoamérica. Sin embargo, pese a lo dicho, no siempre se hace referencia a estas obras en las historias literarias que se escriben sobre Iberoamérica, con la excepción, quizás, de la “Oda al Niágara”. El paralelismo que se observa en el devenir histórico de las tres Antillas Mayores: Cuba, la República Dominicana y Puerto Rico, a lo largo de la historia, ha dejado entre los antillanos una herencia cultural común, un sistema de valores y unos patrones de conducta más que evidentes para tratar de ignorarlos. Estas raíces socio-culturales, económicas, históricas, jurídicas, han contribuido a la creación, según Carlos Alberto Montaner, de “una manera antillana de ser”. Y añade el crítico cubano radicado en España: Un aire de familia que se escapa al microscopio de la socio-antropología, pero que se percibe en el ambiente. Se huele. Especialmente en las zonas rurales… Nada hay más parecido a un jíbaro que un guajiro cubano o un vale dominicano. (Carlos A. Montaner, “Martí y Puerto Rico”, Isla Literaria , 1971, Núm. 10-12, p. 12). Es innegable que sobre los antillanos pesa un común denominador que los distingue del resto de los iberoamericanos. Desde el punto de vista antropológico, político, geográfico, socio-cultural, histórico, religioso y literario, las islas constituyen una unidad regional perfectamente identificable. La esclavitud, el cultivo de la caña y la presencia de la raza negra, con su música característica, sus religiones y su cultura peculiar, han dejado huellas demasiado evidentes como para tratar de ignorarlas, sin embargo, los críticos de la literatura iberoamericana no siempre han tomado en cuenta estas realidades. Es cierto que los antillanos comparten con el resto de los hispanoamericanos el legado cultural europeo y la lengua española, pero la literatura de las islas aparece marcada por una serie de particularidades que le confieren un derecho a un capítulo aparte en el estudio de las letras iberoamericanas. A continuación plantearemos algunas de ellas. 1. La literatura antillana tiene una base eminentemente geopolítica debido a que las islas han sido dominadas y asediadas por potencias extranjeras a lo largo de su historia: españoles, ingleses, franceses, holandeses, norteamericanos. El escritor antillano, por tanto, ha vivido apegado, por tradición, a la tierra, a la expresión política.

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