Revista Horizontes: primavera/otoño 2011 | Año LIV Núms. 104-105

41 EL MILAGRO DE LA FORSYTHIAS Silgia María Suárez Frente al cristal cuadriculado de la ventana del estudio, tras los cristales brumosos, estaba ella, a media mañana. Sus voluminosos espejuelos nuevos eran demasiado pesados para la ancha fragilidad de su nariz, cuyo puente no era lo suficientemente alto como para brindarles comodidad. Detrás de los gruesos cristales, los ojos se veían más grandes, pero este detalle no parecía favorecer su apariencia. Las mejillas, a cada lado de su nariz, eran exageradamente amplias y su boca tan ridículamente reducida, como para no agraciar el conjunto. Su pequeñez de labios finísimos, contrastaba desfavorablemente con la amplitud de su frente alta; que para su consuelo, era señal fehaciente de una inteligencia sobresaliente; según le aseguraba su madre, que la adoraba. La exuberancia de su abundante melena castaño oscura y rizada, como en cascabeles de noche de ronda, o como en ronda de noches de cascabeles, la redimía un tanto de la persistente insistencia de una sencillez inmisericorde, pero coqueta. Su sonrisa era hermosa. En realidad, era lo que le encendía el rostro. Su iluminación le opacaba las imperfecciones de los rasgos faciales. La sentía subirle por el centro del pecho, desde el fondo más íntimo. Luego, le cosquilleaba por las comisuras y por la escasa pulpa de los labios; que temblaban casi imperceptibles, como un amanecer. Su boquita alargaba los brazos, buscando las mejillas, como para encenderlas. Cuando no sonreía, se apagaba la luz. Desde esa ventana del estudio, miraba con lánguida tristeza, el desolado escenario vegetal. Los árboles friolentos temblaban de raíz a copa, en su imprecisa maraña de ramas desnudadas en el otoño. Luchaban tenazmente por manifestarse como intrépidos y viriles garfios; y se empinaban, para rascarle las espaldas al cielo de marzo fugitivo. Pero, a ella, le parecían más bien fusiles o escopetas retorcidas apuntando, como francotiradores, cuando se asomaban insistentemente entre los pinos siempre verdes. Aunque algún pajarito debería en estos momentos percibirse, ella no vio ninguno. Abril había nacido de la muerte de marzo, ventolero y friolento. Aún quedaban persistentes pencas de nieve congelada en algún que otro gancho deshojado. Miraba como miraba siempre, como si quisiera devorar con los ojos todo cuanto miraba. Sintió que desde siempre, había sido lo mismo para ella. Recordó, que desde muy pequeña, había logrado descubrir la magia en la voz elocuente de todas las cosas. Quizás, sería por esta razón, que en todo cuanto sus ojos veían, ella encontraba belleza. Cuando tenía ocho años, desde la baranda del balconcito del humilde hogar de sus padres, embelesada, solía mirar cómo las estrellas parpadeaban con picardía; mientras se formaban en constelaciones, como estampados de luz sobre la oscura capucha de la noche. El archivo de su memoria, atesoraba un fracatán de luces y colores, reflejos de los mágicos instantes, sus impresiones, sus vivencias, y sus incontables arco iris, auroras, atardeceres… Cuando ella los repasaba con fruición, podía comprobar que cada trocito del sortilegio era único, irrepetible, incomparable, inmensurable y muy hermoso. Era tan inmenso como cada uno de sus hijos, sus hijos que adoraba y que tanto echaba de menos. Intentó apaciguar el insondable deseo de abrazarlos, al recordar que estaban tan lejos; mientras ella seguía de pie frente a la ventana de este estudio, que no era el de su casa de Ponce. Se encontraba en Nueva Inglaterra, en un pequeño pueblo llamado Windsor Locks, a punto de estallar la primavera. En muy pocos días, este desolado panorama aún friolento, se convertiría en una maravilla de transformaciones. Los árboles, con sus nuevos brotes de vida, revestidos de verdor. Pronto, estallidos de colores, olores florales y enjambres de abejas golosas y ponzoñantes . Vendrán, como invasiones de renacimiento, familias enteras de ardillas, conejos y otros roedores lugareños, aún soñolientos, que irán saliendo de sus nidos en los huecos de los troncos. Con sus nuevas crías, comenzarán su renovada ronda, buscando sus tesoros comestibles. “El ciclo del año, con sus estaciones, nos hace estar más consientes del ciclo de la vida”, articuló, con voz casi inaudible. Frente a esa misma ventana, había visto el maravilloso espectáculo del otoño, con sus impúdicos árboles; que se desnudaban descaradamente, en los brazos del viento, en una mágica danza de hojas, multicoloreadas con especial esmero para lograr la fascinación de aquel esplendor cromático. En estos momentos, pensaba en Bernardette. Había caminado con ella por las calles de Windsor Locks, en un río de hojas secas, que se tornaba torbellino entre los zapatos de andar; cuando una ráfaga de viento, traviesa y juguetona, inexorablemente, se encargaba de despeinarlas. Con Bernardette había recorrido las avenidas y edificios de Hartford, durante los meses de invierno; cuando ambas usaban botas de nieve, sombreritos de lana con orejeras atadas a la barbilla y guantes de peluche. Su progreso era prometedor. Ya la instructora de ambulación le permitía caminar, con su bastón blanco de punta roja; mientras la seguía a varios metros de distancia, o desde la acera opuesta. Antes de dejarla sola, le daba las instrucciones de su ruta. Incluía varios establecimientos comerciales y gubernamentales, donde ella tendría que desenvolverse en sus gestiones imaginarias. De momento la asaltó un recuerdo agudo, como la punta del estilete con que los ciegos perforan su pizarrilla de Braille; haciendo que su corazón le dejara de latir un punto, para luego proseguir su paso con su nueva arritmia.

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