Revista Horizontes: primavera/otoño 2011 | Año LIV Núms. 104-105
42 El jueves pasado, en una esquina muy concurrida de Hartford, Bernardette la había convencido de que le permitiera colocarle la temida venda en los ojos; antes de iniciar el adiestramiento del día, por si acaso la condición empeoraba. Sucedió algo terrible, en cuanto se encontró en la total oscuridad. Sus oídos no pudieron soportar el repentino alud de voces y bocinas, risas y sirenas. La súbita y exagerada amplitud de aquellos ruidos estridentes, propios de cualquier ciudad cosmopolita, los aturdía, en su plena ebullición de media mañana. Sus altísimos decibeles la inmovilizaban, para luego lanzarla en un vendaval de inquietud, de agitación insoportable; que la obligaron a arrancarse la venda de los ojos de un tirón, y gritar. Gritó desesperadamente, como si alguien intentara ultrajarla, o arrebatarle la vida. Esa tarde tuvieron que suspender el adiestramiento. Ella no lograba detener el llanto que le brotaba a raudales de sus ojos glaucomatosos, a pesar de los esfuerzos de la instructora por consolarla. Please, don’t cry, it’s all right, I won’t make you put on the blindfold. You can always be restrained, I mean, retrained, if you go totally blind. Please, don’t cry. Pretty soon, the forsythias will bloom. It’s the first thing that flowers in springtime. As soon as the temperature rises a bit, and the first leaves start to sprout in the naked branches of the sugar maples, the forsythia bushes are completely covered with gorgeous yellow flowers. When I pick you up next week, I’ll take you for a walk on the shores of Windsor Lake, where I know there are many of them. Todo esto le decía Bernie, mientras la abrazaba, acariciándole la cabeza como una hermana cariñosa. Al dejarla frente al edificio donde se alojaba, Bernardette le había reiterado su invitación. Se había despedido, con la promesa de recogerla hoy en la mañana. Caminarían juntas hasta la orilla del lago, para disfrutar la floración de las forsythias. Desgraciadamente, hacía ya media hora que su instructora la había telefoneado. Al principio, no le reconoció la voz, débil y ronca. Hasta pensó que era un número equivocado. Quizás por eso, le pareció inverosímil lo que escuchaba. La voz casi inteligible de Bernie se disculpaba por no poder llevarla hoy. Estaba de cama con una inesperada bronquitis. No sabía si estaría restablecida en las próximas semanas. Le aseguraba que lo sentía mucho, porque ya no verían la floración; que duraba sólo algunos días, antes de que salieran las hojitas verdes a cubrir los arbustos. No podía recordar si, en medio de su aplastante desilusión, había sido amable con la enferma. Por si acaso, decidió llamarla la mañana siguiente, para darle un poco de cariño y preguntarle si se sentía mejor. Repentinamente, la asaltó una duda, tipo “sniper”. ¿Se sentía ella tan triste por la bronquitis de Bernardette, o se debía su tristeza a que no vería las forsythias? Frente a la ventana, ahora el panorama lucía menos definido que siempre. Eran sus lágrimas, que la obligaban a remover sus espejuelos, para secarse el rostro y limpiarlos minuciosamente. Antes de colocárselos nuevamente, cerró los ojos y respiró, respiró profundamente. Enseguida, en sólo unos instantes, como una flecha errante, igual que una centella despavorida que zigzaguea, su vida entera le cruzó velozmente por el nebuloso escenario interior de la conciencia; como dicen que les sucede a los seres humanos antes de dar su cambio, con el último hálito de vida. Se sintió triste, inmensamente triste, sola y vulnerable. Así se había sentido tantas veces, desde una noche fatal de luna llena. Esa noche inolvidable, al ella mirar la inmensa majestad del cielo, no encontró aquel lucero, el que siempre brillaba para ella, muy cerca de la luna, aunque ella no lo viera. Su lucerito enamorado, que noche tras noche de luna llena, le había guiñado el ojo. Desde ese instante, supo que lo había perdido para siempre. Aquí, tan lejos de su cielo borincano, tampoco tenía a nadie que la consolara, que la protegiera. Al contrario, él la acosaba constantemente. Dominaba sus pensamientos, rindiéndola sin voluntad, sin albedrío. Se liberaría, pero únicamente tenía una opción para salvarse, romper las ataduras. Era necesario matarlo. Sí, lo mataría, porque él nunca la dejaría tranquila; y porque sólo sin él, finalmente sería feliz. Pensó en su estilete, y un temblor involuntario que comenzaba en los pies, la amenazaba con escalar su cuerpo hasta desarmarla. Afortunadamente, una vez más, le echó mano a la técnica de de control mental que siempre la tranquilizaba. Respiró profundamente, nuevamente consciente de la trayectoria del aire por su sistema respiratorio. Mientras iba ordenando el caos de sus confusos pensamientos, poco a poco se fue aquietando, como una hoja cuando deja de solapar el viento. Se sintió viva. Segura de sí misma, se lanzó en una determinada y minuciosa búsqueda por el apartamento. Él, no estaba en ningún rincón. Sin duda, se había escapado, sin que ella lo notara; quizás mientras respiraba profundamente, frente a la ventana. Se sintió valiente y decidió salir sola. Como ya estaba vestida, se dirigió al ropero del pasillo y buscó la chaquetita azul marina que tanto le gustaba. Se la puso con cierta premura, como si temiera perder el último tren con dirección al paraíso, o, como si a orillas del lago Windsor, la aguardara la última champola de la Isla, con su exquisito sabor a guanábana. Se la ciñó a la cintura, ajustándosela con rápida destreza y la habitual cooperación de la hebilla de metal. Contenía por no necesitar ni gorra ni guantes, cogió la cartera y el bastón, antes de salir. Volvió a revisarlo todo y no lo encontró. Cerró la puerta y guardó las llaves en el bolsillo. No había nadie en el largo pasillo, y lo recorrió cómodamente, practicando la técnica del abanico, con el rastreo de su bastón; de izquierda a derecha y vice-versa, en su rítmico avance sobre el piso alfombrado de marrón oscuro. Mientras caminaba, iba creciendo su emoción, ante la perspectiva de su aventura. Por primera vez, desde su llegada a finales de septiembre pasado, iría sola. Bajaría toda la cuesta de Elm Street hasta llegar al lago. Viraría a la izquierda y los vería, según le había ofrecido Bernie. Mientras bajaba la escalera, sonreía. Ya, en el amplio vestíbulo del condominio, se dirigió a la hilera de apartados; sacó el llavero del bolsillo y revisó el
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