Revista Horizontes: primavera/otoño 2011 | Año LIV Núms. 104-105
49 por ella. Como vigía en su puesto. Y demanda compañía. Alguna caricia. Tiempo conveniente, a un paseo. Algunas rondas y, luego, a la ventana de la sala. Hay que cuidar el territorio. ¡Tan dulcemente tiránica! El centro de ternuras. Por las noches, a veces en las tardes. Hay que tenderse a su lado, el brazo extendido. Se acomoda. Lo oprime pausadamente, enérgica. Y al costado, tiernamente, calurosamente. Sólo cuando lo dispone. No obstante, de cuando en vez, acude radiante. Ñangotada, la imito con señas particulares que su complicidad ha codificado. Se anima mimosa. Roza delicada, por un lado, por el otro. Se aleja, vuelve. Se agacha. Se retira. Roza. Hasta que su capricho dispone. Luego, a esperar su dictamen. Cuando le parece, emprende vigorosa carrera. Como potro desbocado, arremete. A veces, transporta sus útiles de un sitio a otro, proclamando su dominio absoluto. Y si le apetece, accede al juego. Pone coto en su momento. Su ley prevalece siempre. Ella, sólo ella manda y dispone. Yo, su vasalla incondicional. En cuanto a lo nuevo, todo lo inspecciona. Nada llega, nada queda sin su visto bueno. ¡Tiránica absoluta! Y solo una palabra basta para imponer su imperio: ¡miau! 9noviembre11 Que venga un perro A mi querida Doctora Sumamente adolorida. Estropeada. Hecha un etcétera, como decía abuela. Si no fuera por la visita reciente de las amigas de mi hija, abandonada, olvidada. Después de más de un año, no creía que tanto dolor volviera a tiranizarme. Los médicos se maravillaban de tanta resistencia. Según sus diagnósticos, hacía más de once meses debía haber engrosado las estadísticas fatales. Ya estaban cuestionándose sus propios conocimientos y sus procesos. Incluso, más de un converso incrédulo había retornado a su congregación. Igual, la familia. Con la sentencia médica inicial, habían empezado los ajustes a la percha. Aunque la vista a veces me jugaba bromas, no me engañaba con lo del cambio del colorido a lo sobrio y luego a lo opaco, sombrío. Las amistades ni se diga, despavoridas por los acontecimientos. Luego, los silencios, las murmuraciones, las miradas huidizas, el ambiente conventual… Auguraban sepulcro. Es que no imaginan que aún falta mucho más. No sé cuánto, pero no es calvario, sino, deuda. Creen que el cuerpo, mi fiel vehículo, sobrepasó el límite. No saben que es mi aliado, mi maestro, quien me ha revelado el misterio. Creía tener dominio sobre él y le ordenaba seguir el camino, no cejar ante el viacrucis. Y hoy me obliga él a enfrentar mis culpas antiguas. Habrán sido muchas. O, tal vez, no tantas, pero este transporte mío ha ejemplarizado al mundo. En vez de un pago, podría ser un testimonio. El Gran Jefe, quizás, ha querido aleccionar y ha insuflado fuerzas sin precedentes a este endeble físico mío. No que sea yo particularmente especial o digna de singulares merecimientos, pues, como todos sus emisarios gozo de sus mismos dones. Por ley del azar o por alguna secuencia numérica incuestionable y sempiterna, me habrá tocado a mí. Tenía alguien que evidenciar sus designios y, ante la insolencia humana mal llamada ciencia, invistió a mi vehículo con tanta fortaleza, lo erigió fuerte entre los fuertes para dejar constancia de su grandeza. Sí, o expiación o testimonio. Desvarío en este monólogo inconsecuente, en esta dualidad indescifrable. No obstante, mientras no culmine el asunto, señas hay de una cosa o de la otra. La viejita, abandonada a su suerte, fue la clave. Su dificultad urinaria, el elemento esclarecedor. Con mis sueros a rastras, terminé con ella en el baño. Toallitas frías para incitarla. Todo es cuestión de perseverancia. Sentía yo que, sumado a las vicisitudes, era ese un nuevo trance, otra prueba o castigo. Evocaba el lamento pueblerino de que solo falta que venga un perro. Y la dualidad se concretó. A mis esfuerzos con el uso de las toallitas, llegó la respuesta. Estalló la fuente, aunque no tan cristalina ni tan aromática. El chorro caliente hizo patente la presencia del perro o simbolizó el divino bautismo. 22marzo2013
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