Razones para la esperanza: solidaridad, subsidiariedad y bien común

90 actas del segundo congreso católicos y vida pública Más me interesa desentrañar el estatus de la sola razón, como si la sola razón fuera capaz de resolver ciertas cuestiones político-morales de un modo legítimamente satisfactorio para cualquier pensador honesto y como si las conclusiones sustentadas religiosamente fueran siempre dudosas y, a la postre, convincentes sólo para los que admiten los dogmas. Hay quien puede decir que religión es una ilusión y por tanto lo derivado de ella menos creíble. Pero mientras que no se demuestre esta afirmación no hay razón para sospechar de más de ella. Tengamos en cuenta que cuando nos obligamos a traducir el lenguaje religioso en la esfera de la razón pública estamos asumiendo los principios anteriormente citados, y no ponerlos en duda es una confirmación de su validez acrítica, al tiempo que estamos confirmando lo que nos han dicho que confirmemos. Una modernidad “que se ha vuelto reflexiva” levanta acta de que el proceso de secularización no sólo ha disuelto el mundo de la fe sino que también ha consumido el a priori teológico que está detrás de las certezas de la razón moderna. La secularización ha erosionado conjuntamente la fe y la razón. Aquí encuentra su razón de ser la reducción spengleriana de Occidente a sus propios límites. Frente a ello se abre la posibilidad de repensar el marco de las libertades modernas y la autonomía del sujeto. No dudo que comunidades religiosas hayan realizado esta traducción de la afirmación religiosa al lenguaje secular y tampoco dudo que no pocas de ellas lo han hecho en un viaje sin retorno y se han quedado en la razón secular, llegando incluso a secularizar la religión. El teólogo Olegario González de Cardenal nos ha repetido, en muy variadas ocasiones, que “una sociedad libre es aquella en la que prevalece la razón pública sobre la razón privada, el interés general sobre el interés particular, la abertura a un horizonte de universalidad

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