Actas del III Congreso Internacional de Mística

27 EscuchandoasanJuandelaCruzcantardesdelacimavertiginosadelÉxtasismÍstico “¡Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados/formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados!”. Esta fuente iniciática de misterioso brillo astral, que constituye el centro de gravedad del poema, marca el momento en el que la protagonista enamorada, símbolo del alma, detiene su camino presuroso en busca del Amado, se mira en el espejo iridiscente y encuentra allí lo que tanto buscaba. Estamos ante la inimaginable “espacialidad” mística —el sagrado “adónde”— en el que la Esposa reencuentra al Amado, fugitivo como ciervo en la lira que inaugura el poema. Convertida en una ráfaga enamorada, la Esposa había deambulado febrilmente tras su Amado recorriendo montes, riberas y espesuras. Todo en vano, el Amado no aparecía. Pero ahora la enamorada está en el umbral mismo del encuentro. Enseguida comprenderemos la magnitud de su hallazgo: el Amado estaba en ella misma. Cuando la protagonista poética se ausculta en las aguas espejeantes de la fuente, no pide mirarse, sino, curiosamente, quiere ver allí los ojos de quien más ama, que lleva dibujados en sus entrañas. Está, como diría José Ángel Valente, “grávida de una mirada” (Valente 1982: 69). Pero al mirarse en el espejo líquido se enfrenta con una sorpresa descomunal: ha perdido su identidad. No tiene rostro ni bulto corpóreo, ya que no se refleja en las aguas plateadas del manantial. No: lo que la amada ve flotar en las aguas es algo mucho más extraño: unos ojos ajenos. Se advierte, no sin vértigo, que estos ojos refulgentes del Amado que le devuelve la fuente son simultáneamente de Él y de ella, ya que donde estaban grabados era en las propias entrañas de la que se mira en la alfaguara. Ella los mira y ellos la miran desde las aguas y no es posible establecer diferencias entre ambas miradas que se autocontemplan. La fuente, se descubre con asombro, es simultáneamente el espacio —el espejo— de su propia identidad. Inesperadamente, el ansioso “¿adónde?” que inaugura el poema se nos ha comenzado a contestar. “¿Adónde te escondiste, Amado?” La respuesta es sobrecogedora: “En mí misma”. Por decirlo con palabras de san Agustín: in interiore homine habitat veritas. Estamos ante un narcisismo sagrado, pues la Esposa no hace otra cosa que amarse a sí misma en proceso de transformación: es decir, ama a Dios en sí misma. e chando a s ju n de la c uz cantar desde la cima...

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