Koinonía 2010-2011

exige de nosotros que el cristianismo no sea reducido a ética. La autenticidad del cristianismo se ve, se demuestra en la capacidad que tiene de despertar continuamente lo humano, de salvarlo de su decadencia, de impedir que abandone el camino, que se deje derrotar por su incapacidad. Solo un cristianismo que conserva su naturaleza original, sus rasgos inconfundibles de presencia histórica contemporánea, puede estar a la altura de la necesidad real del hombre y ser capaz de salvar el sentido religioso, todo su deseo de felicidad, de plenitud, de verdad, de justicia, de belleza. No se trata de un postulado que haya que aceptar, sino de una novedad humana que hay que sorprender. El anuncio cristiano se somete como se sometió Cristo. ”Venid y ved”: Él se sometió. Si hay algo que ver, lo veréis. Si no hay nada que ver, aunque yo lo diga y lo infle, no bastará para cautivaros. La Iglesia no puede hacer otra cosa: venid y ved, ved si encontráis algo que os interese más, si queréis ser felices. Por eso no se trata de un postulado, sino de una novedad humana que hay que sorprender. El anuncio cristiano se somete a esta verificación, al tribunal de la experiencia humana, al tribunal de un corazón no reducido para que pueda mostrar toda su verdad. Si en el hombre que acepta pertenecer a Cristo, a través de la experiencia de la Iglesia, sucede lo que él mismo con sus propias fuerzas no es capaz de alcanzar, entonces el cristianismo aparece como algo creíble y su pretensión, verificable, porque Jesús nos dejó un criterio inconfundible. El árbol se conoce por el fruto, la naturaleza del árbol se conoce por el fruto: la naturaleza del cristianismo se conoce por la capacidad de generar un fruto de una humanidad nueva. Tanto es así que San Pablo lo ha sintetizado en una frase: “El que está en Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado”. Esta criatura nueva es el hombre en el que el sentido religioso, su propia humanidad se revela y se realiza en su plenitud, una plenitud de la razón, del afecto, de la libertad, del deseo, que de otro modo sería imposible. Decía Iacopone da Todi: “Cristo me atrae por entero, ¡tal es su hermosura!”. Esta belleza, como resplandor de la verdad que se manifiesta en el testimonio de la Iglesia, es lo único capaz de volver a despertar el deseo del hombre, rescatarlo de su decaer y de mover tan poderosamente el afecto que hace posible continuamente que se abra la razón, la búsqueda, que no nos conformemos con cualquier cosa, que no nos acostumbremos a algo que no está a la altura de nuestras exigencias y nuestros deseos. El atractivo de Cristo facilita, hace posible esta apertura de la razón que sería imposible sin Él y de este modo la contemporaneidad de Cristo

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