Revista Horizontes: primavera/otoño 2010 | Año LIII Nums. 102-103

42 había heredado en vida. Era su única joya, ya que a él no le gustaban ni los relojes ni las pulseras. Era necesario que ella volviera a su rutina de ejercicios. Se había conformado con una trotadora y la bicicleta estacionaria, desde que habían tenido que suspender sus caminatas matutinas alrededor de la urbanización. Ella había guardado en una cajita, las cosas más íntimas: los espejuelos con el aditamento para colgárselos al cuello y no extraviarlos, su prótesis dental superior (porque nunca sacó tiempo para hacerse la inferior), su nuevo audífono, el mejor y más caro disponible, el llavero con el cordón estirable para evitar cerrar el auto con las llaves en la ignición y él afuera, echando chispas, su cuchilla suiza, regalo de su cuñado y la última bolsita de clavos que había comprado para colgar los retratos más recientes de los nietos en la superpoblada galería del dormitorio. Recordó lo mucho que a él le gustaba que lloviera. Era irónico, porque, después de varias semanas de sequía, una lloviznita muy fina había comenzado a caer, justamente después del entierro. La llovizna creció, hasta convertirse en lluvia copiosa. No había dejado de llover hasta hacía media hora. El cielo seguía encancaranublado, más encancaranublado que en los cuentos de Ana Lydia, pero ella no veía nada con la venda que le cubría los ojos. Cecilia, su amiga ciega, la visionaria, la que podía escuchar hasta cuando alguna cucarachita le pasaba por encima a un inocente papel que descansaba sobre su escritorio, se la había regalado para que agudizara el oído. Hasta ahora, no había tenido ni un ápice de éxito, porque nunca logró dejársela puesta durante un buen rato. Cada vez que se la colocaba, como lo había hecho hoy, después de diez o quince minutos, como en estos momentos, la oscuridad la desesperaba y comenzaba a nadar en un mar de nervios. Por esa razón no logró escuchar los sigilosos pasos de Bianca que subían la escalera alfombrada. Te traigo una sorpresa. La voz de su hija muy cerca de ella fue su tabla de salvación. Déjame ver, musitó estirando sus manos desde el sillín inmóvil, sin quitarse la venda, a ver si con el tacto, como Cecilia, podía descubrir el objeto de su sorpresa. En cuanto sus manos rodearon el florecito, supo que el aroma que percibía no era una alucinación. Subió hasta el brocal del envase y con sus dedos, levemente temblorosos de emoción, subió por el tallo hasta alcanzar los manojitos de pétalos y los vió en todo el esplendor de su blancura perfumada. Mija, quítate esa venda para que las puedas ver. La madre obedeció, desprendiendo cuidadosamente los dedos de la azucena para con ellos remover la venda de sus ojos. Comprobó con asombro, que la imagen mental de la azucena frente a sus ojos era idéntica a la imagen de la flor invisible que había visto, hacía unos instantes en el telón oculto, la pantalla de azogue de su retina interior. Cecilia tenía razón, dijo con claridad, sin que le temblara la voz. La acción del verbo “ver” se ejecuta en el cerebro. Lo que nos llega al cerebro por medio de los sentidos, es meramente información de nuestro exterior, que procesamos por medio de nuestro sistema nervioso. A Bianca le pareció que estaba en una clase de filosofía y la voz que escuchaba no era la de su madre, si no la del Profesor Nadal. La joven parpadeó y pestañó, hasta caer en tiempo. Sí “whatever”, pero no te has dado cuenta de que el martes no había ninguna en la jardinera y ahorita, cuando me puse a escurrir el callejón, como que miré así y la vi allí solita, paradita, justo al borde de la jardinera, como si quisiera irse de paseo. Entonces, te juro que me pareció que la escuché silbando igual que Papá cuando te llamaba al llegar de la calle. Me le acerqué poco a poco a ver si volvía a escuchar el silbido y entonces…Te vas a caer de culo, Mami. La oí perfectamente, aunque sólo fue un murmullo, pero dijo tu nombre. Sí te lo juro. Yo no digo mentiras. Escucha, lo dijo con la voz de Papá. Beeaatriiiz, Beeaatriiz. Te aseguro, que ahora ya no hay nadie que me pueda convencer de que todo termina con la muerte física La ciclista incrédula miró la azucena y tímidamente, le contestó la sonrisa, guiñándole un ojo. La voz de la blanca azucena le susurraba: palomita, palomita, cuidado con el pichón. Mira, que rondando el nido está el gavilán ladrón. Entonces, le comenzó a burbujear en la garganta una risita nerviosa, que envalentonándose, explotó en una carcajada rotunda, reiterada, hasta culminar en un aguacero de agua dolorosamente salada. Cuántas veces lo había escuchado cantarle esa cancioncita, al oído, en la intimidad. Era una promesa de éxtasis conyugal, juguetona, pícara, en la dulzura lujuriosa de su mirada. La nostalgia, misericordiosamente, la devolvió al instante presente. Mami, por Dios, no te dejes ir, que te necesito tanto todavía. Estoy bien. Mi amor, no te preocupes. Puedes estar tranquila. Ya no me siento tan viuda y tú no tienes que sentirte tan huerfanita. Estoy segura de que el amor de tu padre no ha muerto ni morirá nunca. Ayer tarde, el nuevo güi, me lo dijo cantando, desde el aguacatero. No temas, te aseguro que en nuestra jardinera siempre florecerán las azucenas, al mismo ritmo con que renace el amor en el hogar del corazón, del instante al instante.

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