Revista Horizontes: primavera/otoño 2011 | Año LIV Núms. 104-105

43 suyo, comprobando que estaba vacío. Esperaba carta de su esposo, quizás acompañando otra cajita Whitman Samplers, como la de la semana pasada. Mejor aún, con una notita de los nenes, diciéndole lo mucho que la extrañaban, y que volviera pronto. El buzón estaba vacío, pero pensó, esperanzada, que a lo mejor el cartero estaba un poco dilatado en su ruta. Sentía lo mucho que los amaba y, de repente, sintió unas ansias incontenibles de tenerlos cerca, para abrazarlos y besarlos muchas veces. Habían transcurrido seis meses desde que la habían despedido en el aeropuerto Luis Muñoz Marín. Recordó cómo, en cuanto el enorme pájaro de fuselaje despegó, escondiendo sus fornidas patas de goma dentro del vientre descomunal; ella se había echado a llorar silenciosamente, para no quedar en ridículo frente a los demás pasajeros. Decididamente, pero con mucho esfuerzo, cambió de pensamiento, porque con cada día que pasaba lejos de ellos, le crecían las ansias de tenerlos a su lado. Los extrañaba demasiado, pero ya estaba cansada de llorar. A su regreso del lago, cotejaría de nuevo su buzón. Salió del edifico Bedford y la pesada puerta se cerró silenciosamente tras ella. Bajó los cuatro escalones, pisó la acera y se detuvo un momento. Estaba nublado y sospechó que llovería, y no le sería posible llegar hasta el lago, antes de que se precipitara el aguacero. Consideró que a lo mejor era preferible volver al segundo piso. Ella podía ponerse a empatar algunos versos, en la desvencijada Underwood que había conseguido en la casa de empeño. Seguro que era la misma que había traído de contrabando, el esforzado Captain Hook, mejor dicho, el Captain Smith, el Mayflower, para conquistar a la inocente Pocahontas. Sin embargo, estaba un poco contrariada y no tenía muchos deseos de pensar en la poesía. Prefería vivirla. Decidió arriesgarse. Llovía casi todos los días en primavera. Consideró regresar por un paraguas, pero recordó que la cartera y el bastón no le dejaban una mano libre para agarrar la sombrilla. Decidió seguir adelante, porque para ella esta expedición era algo así como de vida o muerte. Ignoraba si tendría otra oportunidad de de regresar a Nueva Inglaterra, en primavera, para ver florecer las forsythias. Su corazón le comunicaba secretamente que ella estaba preparada, y se lo aseguraba, dándole varios saltitos en el pecho, de pura emoción. Esta misma mañana por teléfono, entre los estornudos y la tos, le pareció que Bernie se lo había confirmado. Había completado su curso de Braille, a pesar de detestar el sistema, porque la lectura disponible consistía de cuentos infantiles sumamente elementales. La misma tenía que ejecutarse trabajosamente, deslizando el dedo índice de la mano derecha, poco a poco, sobre los conjuntos de puntos al relieve, dispuestos en hileras horizontales. Con su estilete, era capaz de escribir formando el papel insertado en la pizarrilla de metal con las celdas de seis puntos, colocados en dos hileras verticales de tres puntos cada una. Pensó que esa destreza sólo le serviría para rotular las cintas magnetofónicas, que utilizaría para grabar sus clases, cuando regresara a la universidad en agosto. Aparte de eso, no conocía a nadie que dominara ese sistema horrible de puntos: punto 1, la A: puntos 1 y 2 la B; puntos 1 y 4 la C; y así en distintas combinaciones, el alfabeto completo. A pesar de lo engorroso, el curso de Braille era requisito para la culminación de su entrenamiento como ciega parcial, legal y certificada. No quedaba más remedio. Por lo menos, gracias al adiestramiento de vida independiente que había aprobado, podía desempeñarse en los quehaceres del hogar, con bastante facilidad. Ya pronto regresaría a la Isla para resumir la vida familiar, junto al resto de su gente. Se sintió segura de sí misma y decidió proseguir en su aventura, en pos de forsythias. En sólo unos instantes, planificó su ruta. Empezaría por caminar hacia la izquierda y, al llegar a la esquina de Cedar, viraría hasta llegar a Elm y luego bajaría toda la cuesta hasta llegar al lago. Echó a caminar, pero a pocos pasos, sentadas en un banquito, estaba la vecina con su nietecita de más o menos cinco años y se detuvo a saludarlas. Good morning, how are you? I’d like to know what’s good about it. I’m tired as a dog. Granny, when I get big, I’m going to be rich so rich that I will buy you a maid so you don’t have to work so much. Hush, Shirley, you don’t know what you are saying. A maid, ha ha. Su primer impulso fue aclararle cariñosamente a la niña, que las personas no se compran con dinero, pero decidió que sería preferible que su abuela se lo explicara. Well, see you soon, have a nice day, ciao. Comenzó a caminar de nuevo, mientras escuchaba la voz curiosa de la niña. Granny, why she is walking with that stick? Hush, Shirley, that’s a cane. She uses a cane because she is blind. What’s that? Shut up, she is going to hear you. She cannot see well, dear. You want another cookie, sweetheart? Entristeció repentinamente. Tendría que acostumbrarse a su nueva personalidad. Ya no volvería a ser ella, con sus tacones de pasos cortos y animados que hacían juego con el acompasado vaivén de sus caderas caribeñas. De ahora en adelante, sería ella con su bastón conspicuo, como un apéndice grotesco, aunque muy útil para su ambulación. En repetidas ocasiones, Bernardette, le había explicado que era conveniente para ella, hasta necesario, usar siempre ese bastón blanco oficial; con su punta roja, para que todo el mundo pudiera darse cuenta de su deficiencia visual. Así no la arrollaría algún vehículo desprevenido. Cruzó la estrecha calle vecinal, y, al llegar a Cedar Street, viró a la derecha. Mientras caminaba, rastreaba su bastón sobre la oscura acera con tanta destreza, que comenzó a sentirse algo optimista y volvió a sonreír un poco. Una pareja que charlaba mientras esperaba la guagua de Cedar, al escuchar el sonido del bastón sobre la acera, ambos dejaron de hablar y se viraron para verla pasar. Ella sonrió en dirección a ellos, sin lograr el contacto visual que hubiera deseado. Esto de estar ciega no era nada agradable, pensó. A pesar de su momentánea vacilación, decidió que nada ni nadie la desviarían de su propósito. Vería las forsythias, a como diera lugar, las vería. Ni siquiera pensaba si Dios quiere, como era su costumbre. Al llegar a Elm Street, cruzó la calle enseguida, porque además de que el semáforo estaba verde, calculó que el

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