Revista Horizontes: primavera/otoño 2011 | Año LIV Núms. 104-105

44 tráfico sería más pesado al final de la cuesta. Además, Bernardette le había asegurado que los arbustos soñados estarían en la orilla izquierda del lago. Había caminado más o menos media cuadra y fue entonces cuando escuchó a sus espaldas una voz joven que gritaba algo que le perforaba los oídos alevosamente y no le permitía oír los motores de los carros que avanzaban cuesta abajo en la rodada con el tango de Gardel. Enmudeció. Tratando de no darse por aludida, intentó seguir caminando. La inquisidora bicicleta de la voz joven volvió a articular la pregunta lacerante. Lady, are you blind? Se tragó el borrador que tenía atascado en la garganta. Fingió una sonrisa, volvió el rostro y se esforzó por enfocar los desenfocables bifocales en dirección a la bicicleta agresora. Respondió con su habitual amabilidad: Yes, what can I do for you? Are you kidding me, lady? You’re crazy, go home before you get hurt, you silly woman. Voz y bicicleta se perdieron colina abajo, en un mar de risas burlonas y despiadadas. Pensó que el temido aguacero se precipitaba sin piedad sobre su congoja, pero los sollozos que le agitaban el pecho la convencieron de que lloraba. Hubiera preferido el aguacero. Quizás un torrente de lluvia le hubiera lavado el dolor de su corazón. Mientras palpaba el lado superior izquierdo de su chaqueta, como para comprobar que no sangraba, escuchó a lo lejos el leve sonido de y unos pasos inconfundibles que se acercaban, corriendo y jadeando. Era él. Seguramente, había regresado al apartamento, y, al no encontrarla, decidió salir a buscarla. No le gustaba que ella se fuera sola, por esos mundos de Dios. Como estaba completamente convencida de que él la querría acompañar al lago, antes de que pudiera alcanzarla, decidió regresar a su alojamiento provisional. Irreflexivamente, cruzó la calle antes de llegar a la intersección, en contra de las instrucciones estrictas de su adiestradora. Casi corriendo, pero sin trastabillar, llegó a la acera opuesta. Si viraba a la derecha en la próxima esquina, o sea, la Poplar, llegaría pronto al parquecito; donde él siempre la dejaba, cuando ella se encontraba con el viejo filósofo, que invariablemente tenía alguna anécdota interesante o tema novedoso que compartir con ella. Por cierto que, al salir del apartamento, en lugar de caminar hacia la izquierda, no había dirigido sus pasos a la derecha, en dirección al parquecito que conectaba con la Poplar. Ese anciano era un caudal de sabiduría y hoy lo necesitaba más que siempre. Si avanzaba, su perseguidor no la alcanzaría. No era éste el mejor momento para enfrentársele. Hablaría con el viejo y una vez más regresaría sosegada a su encerramiento. Mientras pensaba, se fue tranquilizando, hasta que dejó de oír los pasos jadeantes. ¡Mein lieber Gott, fraülein, bitte halt, halt! Era la voz alemana del vehículo que salía del garaje de su casa colonial, que al verla acercarse con su bastón, rápidamente se detuvo, cortándole la avanzada. Un hombre cano, de cara rojiza y asustada, se bajó del automóvil. La tomó por el brazo con gentileza y la escoltó alrededor del bonete de su Mercedes, mientras trataba de decirle, en un idioma parecido al inglés; que se cuidara mucho, que para ella era muy peligroso andar sola. Thank you very much, but don’t worry about me. I’ll be alright . Le dibujó una sonrisa a su amabilidad, porque sus palabras no parecían calmarlo. Súbitamente, volvió a escuchar los pasos que se acercaban nuevamente, acelerados y aún más jadeantes. Apuró el paso de su bastón. En pocos minutos, llegó a la calle Poplar. Al virar a la derecha, inmediatamente, dejó de escuchar las pisadas atormentadoras. Quedó hipnotizada por la maravilla. Los ojos se le llenaron de maripositas doradas y el corazón comenzó a cantar y a bailarle dentro del pecho, como si estuviera de fiesta. La excitación le cortaba el aliento, le rellenaba de guata los oídos, borrando el eco de los persistentes pasos perseguidores. Eran las forsythias. La sonrisa que le coqueteaba en los labios, le cedía el paso a una carcajada larga y rotunda, que le brotaba desde la fiesta del corazón; desbocándosele garganta arriba, boca afuera, hasta permear el ambiente con su alegría. Con mucho esfuerzo, arrancó las raíces invisibles que le sujetaban el tronco a la acera de cemento. Cruzó hasta la isleta que dividía la calle, sin apartar su vista de la hilera de arbustos; que parecían murmurar su nombre, que le decían que estaba allí para ella, que hacía varias horas que la esperaban. Habían florecido ayer tarde, a la orilla del lago de Windsor. En el silencio de la madrugada, habían marchado cuesta arriba, sigilosamente, desde la orilla del lago; cuando, ni los pichones nuevos, ni el viejo lechero, se habían levantado. Habían tomado todas las precauciones, para que nadie, absolutamente nadie, las viera acomodarse en fila india, sobre la isleta de Poplar Street, porque habían subido la larga cuesta sólo para ella. Su mente no podía creer lo que escuchaba, pero su corazón le aseguraba que era cierto. Casi siempre, ella se inclinaba a escuchar su voz, a nunca dudar de la veracidad y la certidumbre de su intuición; porque el corazón tiene sus propias razones, aunque la ilustre razón no las comprenda. Estaban allí, en todo el esplendor de sus flores amarillas, como mariposas de sol; que, a la insistente invitación de la brisa primaveral, intentaban alzar el vuelo; para alcanzar la nueva edición de pájaros, que ensayaban sus vuelos cortos entre las ramas aún desnudas. Dejó caer el bastón y soltó la cartera, como si fueran lastres innecesarios, superfluos, inconsecuentes. Abrió los brazos, como si la amplitud de su deseo incontenible, fuera capaz de abarcar, en un solo abrazo, toda la maravilla frente a sus ojos. Pensó en el anciano, el viejo filósofo, el ser que la había consolado y animado en tantos instantes maravillosos. Supo que también él era un milagro. Mientras los abrazaba, uno por uno, como saboreándolos, cada arbusto le susurraba al oído su canción de sol y agua, tierra y semilla. Con cada abrazo, su amor crecía; y ya no pudo pensar en nada, sólo sentía. Aquel milagro de las forsythias le iba colmando su copa, con cada abrazo. Luego de abrazar el último arbusto de aquella hilera de soles vegetales, con el corazón desbordado, volvió sobre sus pasos, hasta regresar al primer arbusto engalanado de luz dorada, que aún resplandecía. Recuperó se bastón y lo besó con agradecimiento, antes de recoger la cartera del suelo. Segura de sí misma, confiada y contenta, resumió su camino. Estaba loca por llegar al parquecito. Hoy tenía un regalo muy especial para su amigo. Se lo contaría todo, deleitándose con cada detalle de ese milagro que acababa de

RkJQdWJsaXNoZXIy NzUzNTA=