Revista Horizontes: primavera/otoño 2011 | Año LIV Núms. 104-105

45 vivir. El no desconfiaría de la realidad de su relato. Decidió no contárselo a más nadie, porque supo instintivamente que sólo el viejo filósofo del parquecito sería capaz de creerlo. Seguramente, al igual que en otras ocasiones, después de charlar durante un buen rato de cosas inolvidables y trascendentales, el anciano la acompañaría hasta la puerta del edificio. Las horas volaron, hasta alcanzar la tarde. Mientras caminaban, el viejo la había convencido. Mañana llamaría a Bernardette. Además, de preguntarle por su salud, le contaría, con lujos de detalles, el milagro de las forsythias. Seguramente, su amiga y maestra la comprendería y aprobaría su decisión de dar por terminado su adiestramiento. Después de despedirse de su amigo frente a la entrada del edificio, volvió a revisar su apartado. Estaba tepe a tepe de correspondencia. Metió los siete sobres en la cartera, sin leer los nombres de los remitentes, porque aún no habían encendido la luz del vestíbulo. En lo que llegaba al apartamento, iba tarareando lo que siempre cantaba, cuando le sonreía la vida: “Oye, abre los ojos mira hacia arriba, descubre las cosas bellas que tiene la vida”. Como aún oscurecía temprano en Nueva Inglaterra, al abrir la puerta del 212, encontró el apartamento en la tenue penumbra del atardecer. Le recordaba el símil aquel de “como boca de loba soñolienta, con su grito de luna en la garganta”. Prendió la luz. Colgó la cartera y el bastón en el picaporte y enganchó su chaqueta en el ropero del pasillo, como era su costumbre. No lo buscó. Estaba casi segura de que hoy no lo encontraría en ningún rincón de ese apartamento, aunque había tenido suficiente tiempo para haber llegado. Se sentó en el diván y cerró los ojos. Con un renovado deleite, como si mirara la proyección de una película a todo color, revivió los detalles maravillosos de su aventura de hoy. Habían transcurrido varias horas, desde que ella escuchara sus pisadas, acechándola. Fácilmente, pudo haber regresado, pero no estaba. Se prepararía algo muy liviano y llamaría al aeropuerto, para reservar su vuelo de regreso a casa. No tenía hambre, pero era necesario hacer algo mientras él volvía. Recordó las cartas que había guardado en su cartera, pero decidió reservar la lectura de su preciosa correspondencia para disfrutarla al máximo, antes del sueño. Un vasito de té frío y, quizás, un emparedado de mantequilla de maní con jalea de melocotón, no vendría mal. Fue a la cocina y prendió la luz. Se encaminaba al refrigerador, pero tuvo que detenerse. Sobre la mesita pequeña de la cocina, junto al vaso de su velita con olor a jazmín, encontró un papel, con varios renglones escritos en letras grandes. Era una nota de Él: “Mujer: no tienes que matarme. Me voy para siempre. Regresa a tu familia. Nunca volveré a angustiarte”. Firmaba: “Hasta nunca, Tu Miedo”. Sonrió serenamente y se dirigió al teléfono. Angélica Allen. "Zoo" - The Bronx, NY (Estados Unidos). Urbano (2005) Digital. Angélica Allen. "Madrid" - Madrid, España. Serie 'Alcantarillas'. Urbano (2003) Análogo Véanse páginas 50-51 y 61 si desea información adicional de Angélica Allen.

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