Revista Horizontes: primavera/otoño 2011 | Año LIV Núms. 104-105

47 CUENTOS Y NO CUENTOS Dr. Héctor J. Martell Morales Universidad del Este, Recinto de Carolina Viernes negro A punto de abrir. Los tres días de espera y la última noche en vigilia estaban por rendir frutos. En esos momentos no envidiaba a los que tenían casetas donde cómodamente resguardados del frío y la llovizna también habían estado esperando. Era de los primeros. Ello garantizaba poder conseguirlo. Llegó el momento. Ni un pequeño esfuerzo. La masa acéfala lo condujo al instante. Dentro por fin. Ahora, era cuestión de divisarlo. Empujones y gritería. Seguía al frente. Las mejores opciones. Ahí al alcance de la mano. Nada faltó para caer al suelo. Violentos jamaqueos. Le desgarran la camisa. Siente que casi le bajan los pantalones, pero su gruesa correa lo impide. Un golpe en la frente. Rueda entre un tropel. Pisotones. Patadas. Fuerza incontenible, pero no cede. Sus firmes garras lo aprisionan. Sólo suyo. Hace ovillo. Lo protege con todo el ser. Suyo. La camisa, hilachas. El cuerpo, adolorido. Pasos inciertos. Turbia la mirada, pero suyo. Necesitó un poco de apoyo en uno de los estantes, que por poco se le viene encima. También de los primeros en la fila. De no haber sido por el tropel, ya habría pagado. No faltaba mucho. Las manos le temblaban. Se estremecía. Su sueño. Más que para el niño, para desahogar sus ansias. Su hijo era más diestro, así que pronto lo dominaría y como a tantos otros lo echaría a un lado. Y entonces, suyo completamente. La última edición. El más difícil. Todo un reto. Esperado por meses. Nuevos personajes. Más laberintos, trucos más complicados, artefactos más extraños, alucinante colorido y efectos siniguales. El videojuego más avanzado. A punto de ser suyo. Sólo unos instantes. Busca en el bolsillo trasero. Vacío. Al frente, vacío. El izquierdo, vacío. La tenía en uno de ellos. Durante la espera la había parpado varias veces. Gordita. Repleta como nunca. Revive los empujones y sobeteos de las mil manos. Su cartera no estaba en el especial… ni sus sueños… ni sus ilusiones… ni su juego… 25nov10, Madison Caridad Recibí la llamada justo en medio de la estruendosa celebración de los chistes del grupo. Hacía mucho tiempo que no gozábamos de las ingeniosas ocurrencias de cada cual. Es que cuando nos juntábamos, se prendía la creatividad jocosa. Pero debía marchar de inmediato. No sabía qué me esperaba. A juzgar por el tono, nada bueno. Y era mi abuelo, precisamente, el que decía aquello de cuando uno ríe mucho. Esperaba que no tuviese que terminar llorando. Apresuradamente llegué. La impresión golpeó toda sensibilidad. No era ya mi casa. Desde la misma entrada, todo regado. Los muebles revueltos. Papeles y libros por todos lados. Ropa. Zapatos. Trastes. Marcos rotos. Pedazos de vidrio por doquiera. Todo un desastre. Por lo menos, no lo golpearon. Desde que me vio, atropelladamente empezó a hablar. Entró como loco. Sabía que tú no estabas. Buscaba desesperado. Tiraba al suelo lo que no le servía. Abría cada libro, cada sobre, cada maletín. Las gavetas. Los armarios. Buscaba bajo las camas, los colchones, las sábanas. No me había visto. Ni me vio durante su búsqueda. Me fui al patio huyendo del torbellino. Se llevó el maletín de tus cuentos. ¿Los cuentos? ¿Cómo va a ser? Corrí al cuarto. También desordenado. La tablilla vacía. Ni rastros del maletín gris. En él los guardaba casi todos. Los había guardado para la publicación que me habían asegurado. Dentro de una semana los entregaría. ¡Y todo el dinero! La renta de los próximos meses. La matrícula del semestre que pronto empieza. Nunca confié en los bancos. Como la casa, no había lugar más seguro. ¡Y ahora perdido todo! No podría reconstruir los cuentos en su totalidad ni en el plazo requerido. Tampoco podría escribir nuevos. Mi palabra empeñada me cerraría las puertas de la editorial. Comprenderían el percance, pero no el que nunca guardara copias. Perdería el semestre. Posiblemente el año. Un atraso fatal. Adiós al futuro viaje. A la oportunidad que se me prometía. El abuelo por lo menos se pudo esconder. Aunque de otro tiempo, comprendía éste mejor que yo. Me lo repetía: “No ayudes a tantos extraños. No traigas gente rara a la casa.” Ahora gritaba: “¡El Cristo! ¡El Cristo!” No caía en cuenta. Pensaba que había entrado en crisis. Luego me contó. Se trataba del individuo de hace tres días. Pelo largo, barba rizada. Un rostro bondadoso. No sólo le di albergue y comida. Le confié mis desconfianzas en las instituciones, incluso las bancarias. Le dije de mis planes y el ahorro para ello. Claro, debió inferir. 22dic10, Madison

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