Revista Horizontes: primavera/otoño 2011 | Año LIV Núms. 104-105

48 Precauciones A Jenny y a las Nenas Subió varios escalones para mirar nuevamente al pasillo. No se había salido. Era prácticamente imposible. Lo sabía, pero siempre volvía a mirar. Incluso, un día, luego de calentar el carro, regresó al pasillo para asegurarse. No sabría qué hacer si le faltase. Ya Kuerito se había ido hacía poco y reinaba en la cima. Nania era, ahora, su único consuelo y el tesoro más preciado. No importaba que muchas noches correteara por toda la casa, en realidad un cuarto alargado. Ni que se trepara a maullar encima del video o del televisor. Tampoco, que la despertara casi todas las madrugadas buscando mimos. Por otra parte, no le gustaba salir. A veces, cuando la puerta estaba abierta, asomaba su carita al pasillo, pero entraba de inmediato. En el otro apartamento, una vez salió y correteó por todo el pasillo. Fue sólo esa vez. Nunca más lo repitió. Acá, ni pensarlo. Eso le gustaba mucho, igualmente huraña como ella. Muy poco sociable. Bueno, en realidad, antisocial. En las contadas visitas que habían recibido, siempre corría a esconderse debajo de la cama. Era su alma gemela, que muy poca dosis de sociabilidad poseía. Este día, como acostumbraba, tomó todas y cada una de las debidas precauciones. Había calentado el carro y estaba a punto de iniciar la marcha. No obstante, el corazón comenzó a cabalgarle desenfrenadamente. El maullido la estremeció. Y al ver correr la blancura adorada, que se escondía entre los carros estacionados, se horrorizó. Ni latidos ni respiración. El pánico total la hizo su presa. Eternos segundos su ser petrificado la inmovilizaba, pero pudo más su instinto protector y salió del carro al rescate. Afuera, automáticamente, volteó su mirada hacia la ventana del segundo piso. A través del cristal, vio cómo Nania la contemplaba como vigía encima del escritorio, como era su costumbre cada vez que ella salía. 2enero2011. El robo Vivía obsesionado con que le robaran el carro. En una ciudad como ésta, era inimaginable la vida sin un vehículo propio. Aunque la transportación pública se consideraba como una de las más eficientes del mundo, los costos contrapesaban el asunto de la movilidad. Por ello, era tan indispensable contar con un medio propio. Lo había adquirido de segunda, tercera o, quizás, cuarta mano. Casi diez años de activo, que en la vida mecánica son muchos. Recubierto de moho en los bordes inferiores y en la capota. Color casi irreconocible con mancharones de diferentes tonalidades. Lo más parecido a un sato callejero. Pero le había reportado un buen servicio. Le había sacado de apuros en incontables ocasiones y a las horas más inimaginables. Claro, que alguna que otra vez lo había dejado a pie, especialmente en los más cruentos inviernos. Sin embargo, todas las mañanas le permitía estar puntual en la butaca de su trabajo, lo cual compensaba sus pequeños fallos. Hasta para congraciarse con jefes y ganar nuevos amigos le había servido. Más de una vez, transportó a sus máximos jerarcas a reuniones de emergencia en otros distritos, cuando los vehículos de éstos estaban pillados en la doble fila del estacionamiento. Y a los compañeros nuevos, especialmente a las ellas, les resolvió sus inconvenientes iniciales de transportación en lo que se habituaban al nuevo sistema de movilidad pública o adquirían su propio vehículo. Ello le reportó hasta gratificantes encuentros nocturnos. Hoy la inquietud era mayor. El cristal roto, producto de maldades muchacheriles, lo mantenía al borde de la histeria. No era último modelo ni una pieza envidiable, pero los ladrones no discriminaban. Otros, en casi las mismas condiciones, habían desaparecido dejando a sus dueños desconsolados. No concebía la vida sin su carro. Aunque hacía mucho que no creía ni en la luz solar ni tenía fe siquiera en el oxígeno que respiraba, reapareció un fervor inusitado y revivió antiguos rezos y plegarias milenariamente olvidadas. A las tres y cuarto, cuando por fin había logrado ponchar, salió apresurado. A pesar de los resbalones en la nieve, que estuvieron a punto de encamarlo en plena calle, avanzaba conteniendo el aliento. Allí estaba. El respiro se prolongó interminable. Su latir volvía a la normalidad. El peso, que sentía sobre los hombros y su espalda, se disipaba. Tiró el bulto en el asiento trasero. Se abrochó el cinturón de seguridad y encendió sin dificultad alguna. Fue cuando se fijó que sobre el asiento de pasajero había dos billetes y una nota que decía: Oiga, amigo, échele por lo menos dos pesos de gasolina. 2enero11 Nadie como Nania Como ella, nadie. ¡Es tan linda, tan linda! Mirándola estaría todo el tiempo. ¡Y tan inteligente! Ni palabras necesita, con una sola basta. ¡Se hace entender tan bien! ¡Y esa mirada! ¡Tan inteligente! ¡Tan profunda! ¿Para qué palabras? Sin ellas lo dice todo. Pero no responde, sino cuando quiere. No importa cómo la llame, ni tono ni matices. Responde sólo cuando le parece. ¡Ah, pero a ella sí se le tiene que responder! Una sola palabra en la mañana, repetida. Y una mirada, penetrante, imperativa. Hay que abrirle la puerta del cuarto. Ha bajado de la cama al piso y espera justo al lado. Luego mira al lugar preciso. Hay que servirle su desayuno. Termina y, entonces, atención. La ventana del otro cuarto, para observar

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