Koinonia | 2005-2006

La verdad sobre el código Da Vinci 126 El segundo foco de nuestra atención, por lo tanto, son las mentiras concretas, que son una dinamita para la inteligencia. Si uno se pusiera a tragar cicuta, no le auguraría nada bueno; así, si uno se pone a consumir en grandes cantidades mentiras, no auguraría nada bueno a su inteligencia, porque la mentira es como la arena en un mecanismo de precisión: hace saltar la maquinaria. La mentira en la inteligencia es como la arena, como piedras en un mecanismo de precisión que hace que la cosa se bloquee. Nosotros hemos nacido para la verdad, no para el error. Pese a lo que dice la cultura moderna basada en el racionalismo, nosotros no creemos que la duda sea un acicate para la búsqueda de la verdad. La verdad no surge de la duda, la verdad surge de la evidencia y de la investigación. Es decir, lo más connatural al hombre es la certeza, no la duda. La duda es un estado patológico que hay que superar. Como la gripe es un estado patológico: no pasa nada, uno se cura y sigue. La duda no constituye el principio de la inteligencia como la gripe no constituye el principio de la salud. Vamos ahora a seleccionar brevemente algunas mentiras concretas que flotan en el ambiente, insisto, no solamente de los lectores sino de los contagiados por los lectores de El Código da Vinci . Por ejemplo El Código dice que el emperador Constantino -y esto es algo que ha calado- fue el que instituyó de la nada la religión que hoy conocemos como catolicismo en el año 325, al convocar él mismo el Concilio de Nicea en el palacio imperial de Nicea, palacio de su propiedad –y esto por cierto es verdad-. Bueno, ¿qué tiene que ver esto con la realidad? ¿Qué fundamento tiene? Cero, ninguno. Vamos a ver, los documentos que tenemos. Los documentos más antiguos de que disponemos con respecto a los hechos y las palabras de Jesús de Nazaret son los evangelios canónicos y las cartas católicas, es decir, los textos que componen cualquier Nuevo Testamento que cualquiera de ustedes tiene en su casa. Esos son los textos más fidedignos, es decir dignos de fe, dignos de confianza por proximidad histórica al objeto del que tratan. Es lógico: si yo quiero saber la verdad de alguien, ¿qué me interesa más? ¿Lo que escribe alguien que ha convivido con esta persona y era su amigo y lo pone por escrito cuando todos los que han convivido con esta persona siguen vivos, o lo que ha escrito su adversario y lo ha escrito trescientos años después? Es que no hace falta haber ido a Bolonia a estudiar. Tenemos los evangelios canónicos. La datación de los evangelios canónicos oscila, por lo menos la datación más fidedigna (evidentemente este tipo de conocimiento no puede tener la precisión de la matemática), entre el año 45-50 y el año 90 (los cuatro evangelios

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