Koinonía 2010-2011

Andrés, pero era más él mismo; era él, pero era distinto. Como si fuera todo lo que él no había conseguido realizar con todos sus esfuerzos para ser feliz; como cuando uno se enamora: todos los esfuerzos que uno ha hecho para ser feliz no le dan ni siquiera un instante de la plenitud que le da la otra persona. El haberla encontrado o el haberlo encontrado. Ésta solo es una pálida analogía de lo que sucede en la vida cuando uno encuentra a Cristo, porque Cristo ha usado el mismo método, el método más adecuado a nosotros, que es ponernos delante su presencia. Decía antes el Padre Iñigo: “No unas palabras, no una doctrina, no unas reglas”. Los conceptos se han hecho carne y sangre. Es una persona, es una persona que nos fascina de tal forma que nos hace ser nosotros mismos en un modo y con una plenitud que no habíamos alcanzado con todos nuestros esfuerzos. ¿A quién le interesa esto? Solo a quien quiera ser feliz. ¿Hay algo que sea más razonable en la vida que esto? Cuando me dicen que la fe cristiana no es razonable es porque no saben qué es. Pero, ¿hay algo más razonable que el que quiera ser feliz encuentre algo así que corresponde como ninguna otra cosa? ¿Es razonable adherirse? Por eso el objeto de lo que buscamos, del sentido religioso, de esta exigencia que sentimos dentro es el Misterio insondable. Por tanto, que el hombre razone sobre ello de modo que llegue a tener mil pensamientos distintos es comprensible: cada uno se hace una idea. Como el misterio es desconocido, cada uno de nosotros nos hacemos una idea de cómo debe ser este Misterio. Sin embargo, la verdad es una, solo que el hombre no la puede alcanzar. Entonces el Misterio se hizo hombre, se encarnó en un hombre que se movía con las piernas, que comía con la boca, que lloraba, que murió y resucitó: éste es el verdadero objeto del sentido religioso, de esta exigencia que tenemos dentro. Por tanto, al descubrir a Cristo como un hecho histórico, se me revela, se me aclara en modo grandioso el sentido religioso de aquello que yo buscaba. Mario Vitorino, un retórico romano, cuando confesó delante de todos públicamente su conversión, la sintetizó en una frase: “Cuando conocí a Cristo, me descubrí hombre”. Como podían decir Juan y Andrés: cuando conocí a Cristo mi humanidad alcanzó una plenitud tal que entonces descubrí verdaderamente qué significaba ser hombre, a qué era yo llamado, para qué había sido yo creado con estas exigencias que me correspondían de tal forma. Hace poco estuve en Dublín y oí el testimonio de otra persona que delante de este encuentro cristiano dijo algo similar, nada más que

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