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pontificia universidad católica de puerto rico

siempre, que cruzó valles y montañas, quizás de las pocas veces que

puede hacerlo; la obrera que no le preocupó que su escaso presupuesto

de la semana fuera mermado, por un día menos de trabajo; la madre

que casi no sale de su hogar por el cuidado de sus pequeñuelos, hasta

la profesional y empleada que, acostumbradas a sus recorridos para

cumplir con su obligación diaria junto a los hombres todas, gustosas

y felices, estuvieron temprano en los colegios electorales, porque en su

madurez política se dieron perfecta cuenta que Puerto Rico necesitaba

ese día para que los delegados de su preferencia ganaran los escaños,

que hoy en este augusto recinto, como puertorriqueños, nos cabe el

honor de ocupar para redactar la Constitución, que dentro de algunos

meses se pondrá ante el pueblo para su aprobación o rechazo.

“¡Cuánta responsabilidad la nuestra para no defraudar la fe

puesta en nosotros, en que cumpliremos esa misión a cabalidad, con la

misma expresión de verdadera democracia que nos fue otorgada!

“Como un tributo a la mujer puertorriqueña, la soberana de la

primera unidad de un pueblo, cuya forma política seguirá creciendo,

como expresó nuestro querido delegado, don Luis Muñoz Marín,

y como sabiamente nos aconsejó el presidente provisional de esta

Asamblea, recordando las palabras de Franklin, tengamos presentes en

nuestras decisiones que esa primera unidad –el hogar, la familia– deben

estar protegidos en sus principios morales, educativos, económicos y

de libertad, para que el documento que le llevemos al pueblo como su

Constitución responda a los deseos de la mujer puertorriqueña.

“Permitidme que haga un paréntesis, para cumplir en nombre

de la mujer, con una de las virtudes principales que no debe olvidar

ser alguno sobre la tierra; la Justicia, que en esta ocasión es gratitud,

la más noble del alma, reconociendo en este solemne momento la

lucha de mujeres puertorriqueñas, que en lo pasado, se erigieron en

forma gallarda para la conquista de los derechos de las mujeres, ante

la incomprensión de algunos y la intolerancia de otros por su celo mal

entendido, posiblemente de la época. Aquellas valerosas matronas no

se amedrentaron; y en la seguridad de que defendían la justicia para

sus compatriotas, continuaron hasta ver su brega coronada con la

aprobación del derecho al voto en la sesión ordinaria de la Legislatura

de Puerto Rico de 1929. En la duda de omitir nombres, recordemos