Hay que salvar el árbol, el tronco. No basta aplicar remedios
superficiales o periféricos a las ramas y a las hojas.
El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes dice sin
embages, que: “la familia constituye el fundamento de la
sociedad. Por tanto todos los que ejercen influjo en las
comunidades y grupos sociales, deben trabajar eficazmente a
favor de la promoción del matrimonio y de la familia”.
Parodiando al sabio Arquímedes que decía: dadme un punto de
apoyo y moveré la tierra, así también podemos decir: salvemos la
familia y habremos salvado la sociedad.
En la sociedad moderna en la que vivimos hay que tener el
atrevimiento de decir sin temor y miedo: que Dios ha de estar en el
centro, que Dios es el centro de la familia, si se quiere reconstruir de
nuevo el prototipo de lo que era, es y debe ser la familia cristiana.
Es preciso recuperar los valores espirituales y cristianos de la familia.
En la vivencia de la fe, la acción de la familia es de absoluta
necesidad.
En la carta a los Colosenses, (3, 12-21) San Pablo ha dejado una
descripción maravillosa de lo que es la vida familiar vivida en el
Señor.
Debe estar presidida, dice, por el amor, lazo de los otros elementos
familiares y ceñidor de la unidad familiar. El amor se despliega en
un abanico de actitudes hacia los demás como la misericordia
entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura y comprensión y el
perdón mutuo.
¿Se imaginan ustedes una vida familiar en la que se transpiran estos
sentimientos y actitudes, nacidas del amor, de unos para con
otros?
En las contiendas y conflictos la paz de Cristo sea la que las dirima,
actuando de árbitro en los corazones. Seguramente San Pablo
pensó que era mejor proponer la paz de Cristo como árbitro, que
los objetos voladores que a menudo se lanzan…
Y continúa San Pablo: “Que la Palabra de Dios habite en toda su
riqueza”, sea la Palabra el alimento de la familia, exhortándose
mutuamente y dando gracias a Dios con salmos, himnos y cánticos
inspirados.
Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico
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