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Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico

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concernía, se le abrieron los ojos, y reconoció a Jesús. Desde ese

momento, Pablo se convierte en un enamorado de Cristo y en el

apóstol de los gentiles.

Ayer, segundo domingo de cuaresma, leíamos el evangelio de la

transfiguración. Los tres discípulos, Pedro, Juan y Santiago, a los que

Jesús invita a subir con Él a la montaña, y quienes hasta entonces le

habían conocido en su apariencia externa, un hombre como los

demás, de pronto van a tener la oportunidad de conocer “a otro

Jesús, al verdadero Jesús, al que no se consigue ver con los ojos de

todos los días, a la luz normal del sol, sino que es fruto de una

revelación imprevista, de un cambio, de un don”. (P.

Cantalamessa)

El P. Cantalamessa, predicador del Papa, al que acabo de citar, se

pregunta a qué se debe que la fe está como en declive: ya no

interesa tanto a la gente, ni siquiera a los mismos fieles, y las

prácticas religiosas no parecen constituir para muchos, el punto de

fuerza en la vida. Quedamos silenciosos ante la falta de asistencia

a misa los domingos. El sacramento de la confesión queda

reservado para unos pocos, mientras los que se acercan a recibir la

comunión son muchos. ¿Por qué la inmensa mayoría de los jóvenes

no se sienten atraídos por las cosas de Dios, por la Iglesia, y ni tan

siquiera, por Jesús?

El P. Cantalamessa concluye que la visión que tuvieron Pedro, Juan

y Santiago de Cristo transfigurado delante de ellos, del que vieron

su gloria, aunque sólo fuera momentáneamente, tuvo que haber

cambiado su vida y la idea que tenían de Jesús.

También en San Pablo se da un antes y un después, de su

encuentro con el Señor Jesús.

Lo mismo puede decirse de los discípulos de Emaús. Para los

discípulos de Emaús, hubo un antes y un después desde que

“reconocieron” a Jesús.

Si antes caminaban cabizbajos y apesadumbrados por la duda, a

partir del momento que reconocieron al Señor, se levantaron y

corrieron a anunciar a los demás lo que ellos habían visto y

experimentado.

Para que las cosas cambien también para nosotros, como sucedió

con Juan, Pedro y Santiago, con Pablo y con los discípulos de

Emaús, debe ocurrir algo en nuestra vida semejante a lo que